jueves, 28 de febrero de 2013

Interludio: Bruma (2)

(...)En aquel preciso instante sentí unas ganas terribles de guardármelo en el bolsillo. Miré a mi alrededor con cautela y observé a mi madre, apoyada en el mostrador y con la vista fija en la despensa de la izquierda. Solía evadirse así, sin previo aviso. El Josemi seguía en la trastienda, por lo que deslicé el dado en el bolsillo trasero de mis vaqueros y dejé la caja en el estante.

No sentí remordimientos, pero aun así me costó bastante disimular el hurto los días siguientes. Nunca he sido un buen mentiroso.

Cuando el Josemi volvió de la trastienda con el género, mi madre le deslizó dos billetes de 5 créditos por el mostrador y el Josemi, rápido en las cuentas como siempre, le delvolvió el cambio al instante. Acto seguido, me guiñó el ojo y me dijo:

-Hombre, zagal, si no te había visto. Cosa lógica, ya que apenas asomas la cabeza por el mostrador. Con ese pelo rubio te había confundido con la escoba.

Me puse furioso con él. Mi altura era un tema de conversación muy atractivo para los que les gustaba meterse conmigo. Puse mi mayor cara de enfadado y le levanté el dedo corazón. La colleja que me llevé no fue peor que las risas del Josemi que me acompañaron hasta que salí de la tienda. Me prometí a mi mismo que le daría una buena patada en el culo cuando creciese.

Con ese alentador pensamiento, volvimos a la urbanización con las compras. Mi madre estaba muy callada, más callada de lo habitual. Los últimos días no habían sido fáciles porque mi padre había tenido una gran cantidad de trabajo en el hospital y apenas había tenido tiempo de pasar por casa. Esto provocaba conflictos entre los dos, ya que el tedio que le tenía mi madre al piso, al barrio y a la ciudad cada vez eran mayores. En una ocasión, mi madre salió de casa dando un portazo tras una acalorada disputa con mi padre sobre lo mucho que odiaba la situación en la que nos encontrábamos. Ese recuerdo aun lo tengo grabado a fuego en mi memoria. Supuse por aquel entonces que mi madre habría ido a casa de su hermana a desquitarse.

Mis tíos vivían en el edificio de enfrente y de vez en cuando mi madre iba a tomarse el café con ellos. Allí escuchaba las cosas que decía mi madre. Casi nunca eran buenas. Decía que mi padre solo pedía horas extra para evadirse de nuestras vidas. Para olvidar que su vida había tomado una cuesta abajo imposible de retomar.
Mi tía Asun siempre le daba la razón y le proponía planes para salir de mi casa. Pero mi madre me señalaba y se quedaba cabizbaja, con los ojos fijos y empañados en la taza del café.
Pensaban que no escuchaba, que estaba demasiado entretenido jugando a las construcciones con mi prima Paz, pero siempre estaba atento a sus palabras. Y siempre odié cada una de ellas.

La tarde que conocí a Bruma los charcos del camino me proporcionaron un entretenimiento mayúsculo. Mi madre y yo llegamos a la urbanización empapados. Tras teclear el código de la puerta, entramos y nos dirigimos a toda prisa hacia el edificio 3. Mi urbanización estaba formada por seis edificios de cinco plantas cada uno, confrontados entre sí. Una valla de unos cuatro metros de alto rodeaba las seis estructuras, un aparcamiento y un parque de tierra con un par de viejos y oxidados columpios que, según mi padre, habían traido del centro de Madrid. A mitad de camino ví a mi mejor amigo, Jacobo, que estaba saltando con su botas ortopédicas en un charco mientras perseguía al tonto de su hermano, Fran.
Le dije a mi madre que me quería quedar con ellos y jugar un rato en los charcos. Sin ni siquiera mirarme, ella se soltó de mi mano y continuó su camino (...).

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