(...)En aquel preciso instante sentí unas
ganas terribles de guardármelo en el bolsillo. Miré a mi alrededor
con cautela y observé a mi madre, apoyada en el mostrador y con la
vista fija en la despensa de la izquierda. Solía evadirse así, sin
previo aviso. El Josemi seguía en la trastienda, por lo que deslicé
el dado en el bolsillo trasero de mis vaqueros y dejé la caja en el
estante.
No sentí remordimientos, pero aun así
me costó bastante disimular el hurto los días siguientes. Nunca he
sido un buen mentiroso.
Cuando el Josemi volvió de la
trastienda con el género, mi madre le deslizó dos billetes de 5
créditos por el mostrador y el Josemi, rápido en las cuentas como
siempre, le delvolvió el cambio al instante. Acto seguido, me guiñó
el ojo y me dijo:
-Hombre, zagal, si no te había visto.
Cosa lógica, ya que apenas asomas la cabeza por el mostrador. Con
ese pelo rubio te había confundido con la escoba.
Me puse furioso con él. Mi altura era
un tema de conversación muy atractivo para los que les gustaba
meterse conmigo. Puse mi mayor cara de enfadado y le levanté el dedo
corazón. La colleja que me llevé no fue peor que las risas del
Josemi que me acompañaron hasta que salí de la tienda. Me prometí
a mi mismo que le daría una buena patada en el culo cuando creciese.
Con ese alentador pensamiento, volvimos
a la urbanización con las compras. Mi madre estaba muy callada, más
callada de lo habitual. Los últimos días no habían sido fáciles
porque mi padre había tenido una gran cantidad de trabajo en el
hospital y apenas había tenido tiempo de pasar por casa. Esto
provocaba conflictos entre los dos, ya que el tedio que le tenía mi
madre al piso, al barrio y a la ciudad cada vez eran mayores. En una
ocasión, mi madre salió de casa dando un portazo tras una acalorada
disputa con mi padre sobre lo mucho que odiaba la situación en la
que nos encontrábamos. Ese recuerdo aun lo tengo grabado a fuego en
mi memoria. Supuse por aquel entonces que mi madre habría ido a casa
de su hermana a desquitarse.
Mis tíos vivían en el edificio de
enfrente y de vez en cuando mi madre iba a tomarse el café con
ellos. Allí escuchaba las cosas que decía mi madre. Casi nunca eran
buenas. Decía que mi padre solo pedía horas extra para evadirse de
nuestras vidas. Para olvidar que su vida había tomado una cuesta
abajo imposible de retomar.
Mi tía Asun siempre le daba la razón
y le proponía planes para salir de mi casa. Pero mi madre me
señalaba y se quedaba cabizbaja, con los ojos fijos y empañados en
la taza del café.
Pensaban que no escuchaba, que estaba
demasiado entretenido jugando a las construcciones con mi prima Paz,
pero siempre estaba atento a sus palabras. Y siempre odié cada una
de ellas.
La tarde que conocí a Bruma los
charcos del camino me proporcionaron un entretenimiento mayúsculo.
Mi madre y yo llegamos a la urbanización empapados. Tras teclear el
código de la puerta, entramos y nos dirigimos a toda prisa hacia el
edificio 3. Mi urbanización estaba formada por seis edificios de
cinco plantas cada uno, confrontados entre sí. Una valla de unos
cuatro metros de alto rodeaba las seis estructuras, un aparcamiento y
un parque de tierra con un par de viejos y oxidados columpios que,
según mi padre, habían traido del centro de Madrid. A mitad de
camino ví a mi mejor amigo, Jacobo, que estaba saltando con su botas
ortopédicas en un charco mientras perseguía al tonto de su hermano,
Fran.
Le dije a mi madre que me quería
quedar con ellos y jugar un rato en los charcos. Sin ni siquiera
mirarme, ella se soltó de mi mano y continuó su camino (...).