El Dios de la Torre de Piedra abrió
los ojos. Desconcertado, confuso y con dolor de cabeza, miró a su
alrededor y observó la majestuosidad de la sala en la que se
encontraba. Un techo altísimo, coronado por bóvedas de gastada
piedra amarillenta, producía la impresión de que se estaba al aire
libre y no en una habitación cerrada. Las paredes estaban formadas
del mismo material, al igual que las grandes columnas que sostenían
la estructura. Algunos trozos de las paredes tenían lo que el Dios
consideró como lienzos, todos ellos tintados con gamas grises,
amarillas y naranjas. No habían ventanas en la habitación, y
tampoco antorchas o faroles, por lo que le extrañó que la estancia
estuviese perfectamente iluminada.
Incorporándose en el trono, observó
que el suelo estaba resquebrajado y, en algunos lados, hundido. Por
supuesto, las baldosas del mismo tenían el mismo color que el resto
de la piedra de la habitación, solo que en este caso se alternaba el
amarillo oscuro con el naranja y el gris apagado, formando lo que
parecía un camino que llegaba hasta la gran puerta de dos hojas que
estaba empotrada en la pared frontal.
Algunas piedras se habían desprendido
del techo y regaban la sala. Muchas eran pequeñas y estaban
destrozadas, pero por lo menos una docena le llegaban a la rodilla y
otras tantas eran gigantescos bloques que bloqueaban su vista incluso
estando de pie.
El Dios avanzó unos pasos, bajando los
pequeños escalones que surgían de la plataforma en la que se alzaba
su trono. Sentía su mente difusa, pegajosa, como si llevase tantas
horas dormido que su cuerpo hubiese despertado antes que sus
pensamientos. Enfocando la vista por toda la zona, distinguió a los
personajes que se hallaban en ella. El espectáculo le habría
resultado bizarro a cualquiera, pero él ya había empezado a atar
los fragmentos de su consciencia y sonrió.
"Ahh... mis sirvientes".
Pensó. "Por fin he despertado...". Empezó a escuchar la
música.
Entre dos columnas, una banda de seres
grotescos hacían sonar sus instrumentos. Uno de ellos parecía una
especie de árbol reseco, un Ser Deku, cuyo rostro tallado en el
tronco formaba una mueca de dolor. En vez de ramas, nacían unos
brazos largos y extravagantes que sostenían un violín. Movía los
dedos a un ritmo frenético, marcando el tempo
de la canción y repitiendo una y otra vez la bajada de octavas. El
ser de los timbales era un antiguo Gibdo, una figura humana carcomida
hasta los huesos de color marrón. Su cabeza carecía de facciones,
salvo un ojo sin pupila ni iris que alternaba de un tambor a otro
cada vez que uno de los palos que sostenía golpeaban el instrumento.
Los dos flautistas se parecían al Gibdo, pero con la diferencia de
que estos eran de color gris y tenían dos ojos en vez de uno y boca.
Los
músicos repetían una y otra vez la tétrica canción, mientras que
los esqueletos que poblaban la mayor parte de la estancia bailaban a
su son, como unos títeres espeluznantes. Se meneaban de un lado a
otro, al ritmo de los timbales. Algunos Poe, fantasmas del rencor, se
deslizaban suavemente por los techos, riendo alocadamente al compás
de cada stacatto del
violín del Ser Deku.
Dos Sabreyes,
gigantescos colosos de tres metros de alto, color morado chillón,
brazos puntiagudos y carentes de manos, y un enorme ojo amarillo
donde debería estar la cabeza, custiodaban la puerta.
El Dios terminó de
bajar los escalones y los músicos dejaron de tocar, haciendo que los
esqueletos, ataviados con brillantes prendas de color amarillo y
naranja y con abalorios dorados, detuviesen su hipnotizante danza.
Girando todos la cabeza hacia el trono, formaron una fila simétrica
y ordenada.
Sonriendo para sí,
el Dios alzó una mano, formando un símbolo con el índice y el
meñique. El silencia era sepulcral. Al instante, todos los seres de
la sala, incluidos los Poe del techo, se inclinaron hacia él,
murmurando.
- Vuessa, igrrde, netha – El coro de voces retumbó en la sala. El Dios recordó el significado de la frase al instante, "Poderoso, inmortal, soberano ". (...)
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