sábado, 12 de abril de 2014

Orden de la arena (1)

Las huellas de Tar marcaban el camino que marcaban sus pasos por la playa. Era un día de frío y marea alta, y el cielo se había vestido de gris para recibirla.

Su pelo pintaba de negro y daba forma a las ráfagas de viento que, a su vez, arremolinaban su vestido en torno a su figura. Hacía años que no se miraba al espejo, pero sabía desde hacía tiempo que la edad había hecho estragos con su cuerpo. Ya no era aquella niña que miraba a los demás con la inocencia que sólo se puede tener cuando aún no has descubierto los compases a los que nos hace bailar la vida. Eso la entristecía, pero a su vez le daba un conocimiento de las cosas que le rodeaban que jamás había tenido antes.

Siguió caminando con un rumbo fijo. Aquella mañana se había despertado con la intención de visitar la vieja cabaña del cabo. No sabía mucho acerca de ella, solo que había sido habitada por un viejo pescador, ajeno a su pueblo, y que ahora estaba abandonada. Su madre le había advertido que alejarse tanto de casa era peligroso, y más cuando había pleamar, pero a ella no le importaba. Siempre que podía se escapaba de Huja y recorría la zona costera hasta que se hacía tan tarde que iban a buscarla.
En la cabaña, según se rumoreaba en el pueblo, residía el espíritu del pescador, que en las escasas noches en las que se podía ver la luna salía a buscar un antiguo reloj de bolsillo. Este reloj se lo había tragado un pez en un accidente de pesca muchos años atrás, y fue la primera y única vez que se vio al anciano en el pueblo, preguntando por él con cara de preocupación y los ojos anegados en lágrimas. La mayoría de los braceros y pescadores del pueblo le prometieron que si lo encontraban en las tripas de algún pescado se lo harían saber, pero el reloj nunca apareció. Muchas personas pensaron que el anciano se lo había inventado, que era una manera de llamar la atención, que la edad juntada a la soledad no le hace bien a nadie...
Cuando Tar escuchó la historia, sintió lástima. Ella estaba convencida de que el reloj era real.

Y lo había encontrado.

En esos momentos, pendía de su mano. Era hermoso en cierta medida. Tenía una gran abolladura en la cubierta frontal y le faltaban las dos manecillas, con lo que era evidente que necesitaba una reparación, pero a pesar de todo desprendía un aura extraña. Tar se fijaba mucho en las cosas, y le encantaba ver a través de lo que ella llamaba "capa inanimada". Cuando miraba al reloj, ella no veía un viejo recuerdo oxidado, o un pedazo de chatarra inservible. Ella veía una historia, un valioso y preciado recuerdo perdido hacía años y del que, ahora rescatado del olvido, formaba parte.

Llegó al extremo de la costa y subió al pequeño muelle sobre el que descansaba la cabaña. Estaba ciertamente destrozada, con los maderos desgastados y cubiertos de grietas. Tenía un aspecto descolorido debido a la erosión del viento, el contacto con la sal y el agua y en cualquier momento parecía que se podría venir abajo. Los hombres del pueblo jamás entraban en la cabaña, y de hecho evitaban esa parte de la costa por su incomprensible terror a los espíritus. Tar jamás tuvo ese miedo. Y por ello, se acercó a la puerta y la empujó suavemente. A pesar de estar desvencijada, se abrío con facilidad, y sin producir sonido alguno.

El interior de la casa estaba en unas condiciones lamentables. No había a primera vista nada destacable, excepto una estantería de metal destrozada y cubierta de herrumbe tirada en medio del suelo y un par de puertas que conducían al baño y al cuarto donde supuestamente el anciano dormía. Si hubo en el pasado algo más en aquél lugar, había desaparecido tras la muerte del anciano. Tar suponía que, al no haber tenido herederos, las personas de Huja se habían rifado sus pertenencias y habían convertido a la cabaña en un esqueleto hueco.

Se dirigió a la habitación y se adentró en ella. La luz entraba por la ventana sin cristal, dando al espíritu del anciano un aspecto más translúcido de lo que ella esperaba. Nunca se había encontrado cara a cara con él, pero se lo imaginaba de manera distinta.

(...)