jueves, 24 de diciembre de 2015

Algo que contar (extracto)

Era una época en la que yo creía en los milagros.

No los milagros que salen en la Biblia, esos que mi abuela me recitaba cada noche mientras me ayudaba a ponerme el pijama, en los que Jesús convertía el agua en vino o multiplicar los panes y los peces.

Hablo de milagros naturales. Ver crecer una flor, escuchar el viento acariciar la cima de una montaña, enamorarse, perder y recuperar... cosas lógicas, obvias, que todos creemos que forman parte de la vida y en verdad son regalos que algo o alguien benévolo nos da sin pensar en recibir nada a cambio.
Los cínicos dirán que todo forma parte de una serie de fenómenos meteorológicos, físicos, químicos o Buda sabe que otros términos científicos se pueden expresar en esta oración, y puede que tengan razón. Pero en aquel momento para mí eran milagros. Creía en ellos y mi sempiterna inocencia no me dejaba mirar más allá.

Pero mi abuela, la última persona que tenía en el mundo, murió un lunes de Noviembre en 1985, dejándome desamparado ante las garras de lo que se conocía (y se conoce) como Servicios Sociales. Una mujer con muy mala uva y escaso tacto me recogió en el hospital y me llevó a mi casa para que empaquetase mis cosas. Mientras ella estaba en el salón, escapé por la ventana y salté sobre los contenedores que había en la callejuela trasera. Me torcí un tobillo, pero no me importó. Corrí sin notar dolor, con mi mochila pegada a la espalda. Crucé Malasaña a toda velocidad, sin pararme a pedir perdón a aquellos con los que chocaba, pensando sólo en huir lo más rápido que pudiese de aquél infierno que me esperaba en el orfanato.
No era un chico muy atlético. Me habían diagnosticado asma desde muy pequeño y mi inhalador me acompañaba a todas partes para que cualquier sobreesfuerzo no me dejase sin aire en los pulmones y me provocase una parada cardiorespiratoria. Con las prisas, se me había olvidado en la mesita de noche, y a los diez minutos de carrera sentí una opresión en el pecho y un agobio que me hicieron llevar la mano instintivamente al bolsillo de mi pantalón, donde habitualmente guardaba el estuche.

Me caí rodando por las escaleras de un pequeño sótano abierto en lo que parecía ser la calle más sucia y deprimente de Madrid. Allí sólo había una caja destrozada y húmeda por la tormenta veraniega que había caido el día anterior. Me tumbé encima e hice esfuerzos por respirar. Notaba que me ahogaba lentamente. Me moría. Las sombras del sótano se me echaban encima, haciendo muecas grotescas y burlándose de mí como hacían los chicos mayores del colegio. Reconocí a Antonio, con su ortodoncia, que me señalaba y me llamaba bastardo una y otra vez. Miguel Angel, Rafita y Guille Sabín estaban a su alrededor, riendo y haciendo aspavientos, torturándome con muecas y gritando a los cuatro vientos que yo era un llorón. El corazón me latía a toda velocidad. Lo ví escaparse entre mis dedos, que agarraban con una furia insolente un lugar indeterminado de mi pecho. Levitó por el sótano, rojo, brillante. Sangraba. Caía una enorme cascada color plateado de sus ventrículos sesgados, que empezó a inundar el sótano.
Mis pulmones ya no se movían y la negrura dio paso al blanco más cegador que había visto hasta el momento. Y entonces fue cuando la ví.

Se inclinó hacia mí. Sus ojos azules me miraban con ternura, con una intensidad que no habría sospechado jamás que pudiese existir. Fue como si alguien me mirase de verdad por primera vez.

  • Despierta... – Su voz era tierna y fuerte. Sonrió. Tenía los dientes perfectos – Te estaba esperando.

Me besó en los labios. Su lengua era el terciopelo más suave. Cerré los ojos un momento, y al volver a abrirlos, el sótano volvió a su oscuridad natural. Y ella ya no estaba allí.