Todos nacemos y morimos con un
propósito en la mente. Algunas personas lo perciben mucho antes que
otras, pero en el fondo siempre ha estado presente en nuestro
interior. La vida nos da vueltas por distintos caminos, mostrando lo
bueno y lo malo que tiene seguirlos o detenerse y buscar el
siguiente. En muchas ocasiones, nos equivocamos y tenemos que
rectificar antes de que sea demasiado tarde. De vez en cuando,
pensaremos que lo malo sólo puede mejorar y avanzamos sin
importarnos las consecuencias.
Y existe otro camino. El más escaso y
más difícil de encontrar. Es el camino de no retorno. El camino en
el que entras sin ver lo que hay más adelante. Un sendero por el que
sólo puedes ir hacia el frente, sin mirar atrás, atraido por un
final incierto y que no se puede vislumbrar hasta llegado a él. No
puedes dar marcha atrás, no existen bifurcaciones, sólo
serpenteantes giros que llevan al mismo sitio y conducen al mismo
sitio.
Se podría decir que este camino es paradójico. Entra en conflicto con lo que nos han enseñado desde que somos pequeños. Nuestra capacidad de elección y nuestro libre albedrío niegan la existencia del mismo, y queremos creer, queremos pensar, en que nada es más fuerte que ellas. Nada más lejos de la realidad. No son más que meras químeras encerradas en una caja de latón, de la que no van a salir. Si entramos en el camino del no retorno, nuestros intentos de salir de él no serán si no las curvas pronunciadas que encontramos una y otra vez. Nuestro destino ya ha sido fijado, y es el que, consicente o inconscientemente, queremos y tenemos que seguir.
Se podría decir que este camino es paradójico. Entra en conflicto con lo que nos han enseñado desde que somos pequeños. Nuestra capacidad de elección y nuestro libre albedrío niegan la existencia del mismo, y queremos creer, queremos pensar, en que nada es más fuerte que ellas. Nada más lejos de la realidad. No son más que meras químeras encerradas en una caja de latón, de la que no van a salir. Si entramos en el camino del no retorno, nuestros intentos de salir de él no serán si no las curvas pronunciadas que encontramos una y otra vez. Nuestro destino ya ha sido fijado, y es el que, consicente o inconscientemente, queremos y tenemos que seguir.
Han pasado ya muchos años desde que yo
encontré el mío. Y también han pasado años desde que salí de él.
No siempre tiene la misma forma. Puede variar desde el más puro de
los sentimientos hasta la más simple idea que se forma en tu cabeza.
Puede tener la longitud de una vida o la brevedad del último trago
del café por las mañanas. En mi caso, se presentó con la forma de
una mujer.
Mi historia la he titulado "El
sendero de Bruma". No he hablado de ella con nadie, jamás, pero
muchos la conocen. Personas con rostro agrio y corazón de ceniza.
Amigos y familiares sonrientes y espectantes. Desconocidos sin rostro
y que lo han visto desde bastidores, inmóviles, buscando el momento
exacto para hacerse notar y dar esa palmada en la mesa que nos haga
fijarnos en ellos y dibujar, por primera vez, un esbozo de su alma en
la nuestra.
El Sendero de Bruma fue mi primer y
último camino de no retorno. Muchas veces me resistí a cruzarlo,
pero sabía que no había salida posible. Su fuerza me arrastró
hasta el final. Y por esa razón me encuentro ahora escribiendo estas
palabras. No se que habrá sido de aquél antiguo yo que dejé
atrás... quiero pensar que, en otro universo, en otra vida, él
logró distanciarse del destino que le había sido fijado. Quiero
pensar que todo lo que hacemos tiene un significado y que podemos, en
mayor o menor medida, elegir que hacer con las decisiones que hemos
tomado.
Necesito creer en ese silencio que
queda cuando el tiempo, duro e indestructible, se agota de manera
definitiva.
Dicen que todas las historias tienen un
principio, una situación ideal desde la que se puede partir para
comenzar la narración. Puede comenzar con un cruce de miradas, una
sonrisa robada, un silencio incómodo delante del ataud de un
conocido... cualquier tipo de inicio es bueno mientras se tenga clara
la razón por la que escribirla o contarla.
En mi caso, yo no puedo estar tan seguro. Supongo que podría empezar cuando la muerte de mis padres nos dejó a mi hermano y a mí huérfanos y solos en una España que estaba en pleno apogeo cultural y económico.
En mi caso, yo no puedo estar tan seguro. Supongo que podría empezar cuando la muerte de mis padres nos dejó a mi hermano y a mí huérfanos y solos en una España que estaba en pleno apogeo cultural y económico.
Podría empezar, tal vez, cuando
finalmente a los 18 años de edad, tras muchas penurias y malas
relaciones con mis tíos, decidí largarme de esa casa para no volver
jamás, rumbo a un Madrid que se me antojaba frío, oscuro y
gigantesco.
Pero me estaría equivocando. Lo mejor
será que empiece por aquella mañana del Otoño de 1998, donde todo
cambió para mí.