miércoles, 19 de marzo de 2014

La distancia del tiempo.

Las miradas empezaron hace años.

De manera sutil, ella empezó la dulce e inocente danza del que ve la luz por primera vez. Se acercaba a pasos cortos, con cautela, esperando una palabra suya, un momento al que aferrarse. Algo secreto, algo que nadie más entiende, brotaba de su corazón a medida que los dos se encontraban en el camino del deseo escondido. Nadie decía nada, nadie clamaba lo obvio. Pero existía un vínculo, invisible y a la vez claro como la luz del amanecer.

El buscaba adaptarse a su baile. De manera torpe, trataba de ser importante, de destacar. Buscaba palabras de ingenio y risas cómplices a su alrededor. Seguía el sendero que ella le marcaba sin saber bien adónde podía llegar. Bebía de sus sonrisas y dormía en sus sueños. Y lentamente iba comprendiendo la razón por la que sus vidas se habían cruzado. El temor le oprimía el pecho como un cepo.

Los años los hicieron adultos, pero seguían con su interminable ritual. Día tras día descubrían cosas nuevas y se veían de forma diferente. Se buscaban constantemente, repitiendo la tradición que no se había oxidado con los estragos del tiempo. Veían derrumbarse todo a su alrededor, como el castillo de naipes que alguien dejó olvidado a la intemperie. Y sabían que era inevitable que, finalmente, sus senderos se cruzasen.

Ese día, el día en el que sus caminos finalmente se entrelazaron, él le preguntó el significado del amor. Las manos de ambos estaban unidas y sus pasos se habían detenido. La vida los desviaba de nuevo un poco más adelante y aunque se negaban a continuar, no hicieron amago de apearse de ella.

Mirándole a los ojos, no supo que responderle. Se soltó de su mano y se dirigió sin mirar atrás a su parte de la bifurcación.

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