jueves, 24 de diciembre de 2015

Algo que contar (extracto)

Era una época en la que yo creía en los milagros.

No los milagros que salen en la Biblia, esos que mi abuela me recitaba cada noche mientras me ayudaba a ponerme el pijama, en los que Jesús convertía el agua en vino o multiplicar los panes y los peces.

Hablo de milagros naturales. Ver crecer una flor, escuchar el viento acariciar la cima de una montaña, enamorarse, perder y recuperar... cosas lógicas, obvias, que todos creemos que forman parte de la vida y en verdad son regalos que algo o alguien benévolo nos da sin pensar en recibir nada a cambio.
Los cínicos dirán que todo forma parte de una serie de fenómenos meteorológicos, físicos, químicos o Buda sabe que otros términos científicos se pueden expresar en esta oración, y puede que tengan razón. Pero en aquel momento para mí eran milagros. Creía en ellos y mi sempiterna inocencia no me dejaba mirar más allá.

Pero mi abuela, la última persona que tenía en el mundo, murió un lunes de Noviembre en 1985, dejándome desamparado ante las garras de lo que se conocía (y se conoce) como Servicios Sociales. Una mujer con muy mala uva y escaso tacto me recogió en el hospital y me llevó a mi casa para que empaquetase mis cosas. Mientras ella estaba en el salón, escapé por la ventana y salté sobre los contenedores que había en la callejuela trasera. Me torcí un tobillo, pero no me importó. Corrí sin notar dolor, con mi mochila pegada a la espalda. Crucé Malasaña a toda velocidad, sin pararme a pedir perdón a aquellos con los que chocaba, pensando sólo en huir lo más rápido que pudiese de aquél infierno que me esperaba en el orfanato.
No era un chico muy atlético. Me habían diagnosticado asma desde muy pequeño y mi inhalador me acompañaba a todas partes para que cualquier sobreesfuerzo no me dejase sin aire en los pulmones y me provocase una parada cardiorespiratoria. Con las prisas, se me había olvidado en la mesita de noche, y a los diez minutos de carrera sentí una opresión en el pecho y un agobio que me hicieron llevar la mano instintivamente al bolsillo de mi pantalón, donde habitualmente guardaba el estuche.

Me caí rodando por las escaleras de un pequeño sótano abierto en lo que parecía ser la calle más sucia y deprimente de Madrid. Allí sólo había una caja destrozada y húmeda por la tormenta veraniega que había caido el día anterior. Me tumbé encima e hice esfuerzos por respirar. Notaba que me ahogaba lentamente. Me moría. Las sombras del sótano se me echaban encima, haciendo muecas grotescas y burlándose de mí como hacían los chicos mayores del colegio. Reconocí a Antonio, con su ortodoncia, que me señalaba y me llamaba bastardo una y otra vez. Miguel Angel, Rafita y Guille Sabín estaban a su alrededor, riendo y haciendo aspavientos, torturándome con muecas y gritando a los cuatro vientos que yo era un llorón. El corazón me latía a toda velocidad. Lo ví escaparse entre mis dedos, que agarraban con una furia insolente un lugar indeterminado de mi pecho. Levitó por el sótano, rojo, brillante. Sangraba. Caía una enorme cascada color plateado de sus ventrículos sesgados, que empezó a inundar el sótano.
Mis pulmones ya no se movían y la negrura dio paso al blanco más cegador que había visto hasta el momento. Y entonces fue cuando la ví.

Se inclinó hacia mí. Sus ojos azules me miraban con ternura, con una intensidad que no habría sospechado jamás que pudiese existir. Fue como si alguien me mirase de verdad por primera vez.

  • Despierta... – Su voz era tierna y fuerte. Sonrió. Tenía los dientes perfectos – Te estaba esperando.

Me besó en los labios. Su lengua era el terciopelo más suave. Cerré los ojos un momento, y al volver a abrirlos, el sótano volvió a su oscuridad natural. Y ella ya no estaba allí.

miércoles, 15 de julio de 2015

Campamento Jille (1): Un tipo normal.

Yo era un tipo normal y corriente.

Pagaba mis facturas, iba al Mercadona, me sentaba en el mismo sitio de mi bar favorito todas las mañana del Sábado a leer el Marca. No tenía aspiraciones reales, no sabía a donde me iba a llevar la vida... ni me importaba.
Estaba en un estado de neutralidad moral constante. Mi caca olía igual de mal que la del resto de los seres humanos, pero no usaba Brisse un toque. Me molestaba la suciedad de las uñas tras andar en chanclas por el barro, pero no me las limpiaba a conciencia. Me jodía que mi equipo perdiese la Champions League, pero no armaba un alboroto por ello.

Mis compañeros de trabajo me llamaban El Seta. Podría ser un buen pseudónimo para referirme a mí mismo mientras dure este relato. Así que diríjanse a mi como Seta. Es un buen nombre. Me definía a la perfección. Seta. Seta...

¿Es acaso algo grave, se preguntarán, el estar en un estado de apatía constante? Bueno, la respuesta lógica sería no, en el caso de que la felicidad me acompañase. Y puede que tengan razón. Es más, la tendrían si no me hubiese enamorado.

Verán, yo no tenía ninguna inquietud, como ya he dicho anteriormente... y cuando digo ninguna, es ninguna. Desde que nací, siempre había sido correcto y señorial. Nada de alcohol, nada de palabrotas, nada de eructos ni pedos en la vía pública, nada de drogas, nada de sexo interracial, nada de pornografía... nada. Cualquier cosa que me acercase al caos era para mí un peligro constante, y como tal, lo evitaba a toda costa.

Entonces llegó ella.

Mi empresa, una gran multinacional que se dedicaba a realizar OPAs hostiles a toda PYME que renqueaba lo más mínimo, acogía todos los veranos a estudiantes sedientos de ser apaleados con becas abusivas y de escasa utilidad para el futuro. Yo, el Seta, era el encargado de acoger a dichos estudiantes y explicarles los pormenores de sus tareas, que iban desde limpiar retretes a hacerles el trabajo a los más vagos de la oficina sin cobrar un duro por ello.

Tenía entonces 25 años... y la juventud empezaba a escapárseme por las manos. Lo sentía en mis carnes, y no creo que me hubiese importado jamás... hasta que la ví.

Era preciosa, amigos míos, completamente preciosa. Iba enfundada en un vestido veraniego blanco de corte evasé con vuelos rosas a los lados y un pequeño cuello florar¡l del mismo color. De su cuello pendía una perla azulada, enmarcada con pétalos de jazmín plateados. Una pulsera de Uno de 50 se abrazaba a su muñeca como si formase parte de su brazo. Sus zapatos, unos zapatos Mascaró de tipo Heidi con tela estampada arabesca cubiertos de pailettes transparentes. Divinos.
Todo esto envolvía a una joven delgada y esbelta, de un metro setenta a ojo. Cada vez que daba un paso, debía de sentir todas las miradas de todos los ojos que había en la oficina.

Pero he de decir que no fue su forma de vestir lo que me quitó el aliento, ni su talle... sino su rostro. Una carita dulce, unos pómulos tan increibles que parecía que se los había moldeado el mismísimo Buda. Sus ojos, azules verdosos, brillantes y limpios. Sus labios eran perfectos, ni finos ni gruesos, y cubrían la hilera de dientes más recta y blanca que he visto jamás. Cada vez que sonreía, provocaba infartos.
Por último estaba su pelo. Una cabellera morena, lisa y recta, moderna, casi al estilo Bob pero sin entrar en florituras.

Pues bien amigos, esa chica se presentó en mi mesa, junto con otros 5 chavales de los que no recuerdo ni el nombre, ansiosa de empezar a trabajar. Con las piernas temblando, les llevé a sus puestos y les expliqué en que iba a consistir sus prácticas. Ella no dejó de mirarme en todo el tiempo y cada vez que nuestros ojos se cruzaban, una sonrisa asomaba su rostro. Yo debía de estar rojo como un tomate pues no dejaba de sentir un fuerte ardor en el rostro. Sudaba como un endemoniado. Al terminar de explicarles el planning de actuación, no sabía si sentirme aliviado o frustrado. Me volví a mi mesa girando la cabeza una y otra vez, tropezando con gente por el camino. Ella no se volvió ni una sola vez. Depresión.

Me pasé el resto de la mañana sin poder concentrarme en mi trabajo, cosa que consideraba imposible hasta aquel momento. Me decidí, entonces, a salir a la calle a tomar un poco el aire. Normalmente iba con algunos compañeros de trabajo a comer al bulevar de al lado de la oficina, pero en esa ocasión quería estar solo. Pero todo se truncó. Al salir por la escalera de incendios, evitando los ascensores y las interrogativas de mis iguales, me dí de bruces con ella.

Estaba repantingada en la pared fumándose un cigarro. Me miró de nuevo, con esos increibles ojos. Yo me quedé paralizado, sin saber como reaccionar.
Ella, sin ningún tipo de recato, dirigió su mano libre a sus partes íntimas y empezó a rascarse con vigor.

- Manda cojones lo que me pica er shishi hoy, compae. - Dijo con su dulce voz. - El cabroncete de anoche me ha debío pegar argo.

No sabía que decir ante tal demostración de vulgaridad. Abrí los ojos como platos al vislumbrar entre sus dedos a Dora la Exploradora, que me sonreía desde su zona genital como una macabra burla al personaje de dibujos infantil.

- Masho, pero dí argo. Que paece que no has visto a una pava en toa tu putta vida. - Se rió de forma cantarina.

- Esto... disculpa, pero es que dentro de las instalaciones no se puede fumar. - Dije amablemente - Lo mejor sería que apagases el cigarro antes de que...

- Manda huevos, como sois los ejecutas tronch. - Se burló - Entre pervertíos y panolis aquí podeis montar un circo bestias chacho. Oye, tú no te chives y aquí toos contentos, ¿eh? Que ya veo en tus ojos que me quieres tú eshar un polvo. Pues mira, no tas de mal ver, no...vamos a tener que arreglarlo. Tú ve bajando y esperame en los contenedores, que no será que se diga que yo caliento la comía y luego no me la como.

- Eh.. yo... ¿perdón? Creo que no ent...

- ¡Que bajes ya, chalao! ¡Que ahorita mismo te voy a hacer tocah el cielo! - Gritó - Será parao el tipejo este...

Bajé las escaleras corriendo, de dos en dos, hasta llegar al callejón de salida. Era una zona estrecha, lo justo para que cupiesen 4 personas, nada más. Los contenedores estaban a la entrada para permitir el acceso a los funcionarios de limpieza pública. Hacia el interior se iba haciendo más oscuro. Es allí donde esperé a la mujer de mis sueños.

Mis pensamientos volaban a toda velocidad por mi mente. Es una locura, es un desproposito, como puede hablar tan mal... y como es posible que sienta tanta atracción. Más aún que esta mañana... que me está pasando, yo no soy así. Esto no va conmigo... si mis padres me viesen les iba a dar un ataque...

- ¡Ande andas compi! - Chilló la chica desde la puerta, interrumpiendo mis pensamientos.

Me acerqué echo un flan. Ella me miraba con una sonrisa traviesa mientras se frotaba las manos. Al estar a su altura, me empujó contra el contenedor y me bajó los pantalones con una brutalidad que el cinturón de mi traje se rompió por la zona de la hebilla.

- A ver que guarda el nene aquí... - Canturreó.

"No, por Buda, no, esto no es posible, que me está pasando, que alguien la pare... que nadie la pare... ¡Que hago, que hago!"

- Ejem... tío... ¡QUE NO SE TE PONE DURA! ¿¡ME ESTÁS TOMANDO EL PELO O QUÉ!?

- P-p-p-p... perdona, yo... es q-q-q...que estoy nervioso y...

- ¿¡Y A MI QUE COJONES ME IMPORTA NOTAS!? ¡ES LA PRIMERA VEZ QUE ME PASA ESTO! Ay la madre que te parió... a mí con tonterías, que una vez se la hice que le creciese el cimbrel a un eunuco... ¡QUE A MÍ LA IGLESIA ME QUERÍA CONTRATAR PARA REVERTIR A LOS MARICAS! ¡HIJO PUTA!

Se levantó, no sin antes decirme que se quedaba mis gayumbos como trofeo y que hasta que no "le echase un polvo bien echado" no me los iba a devolver.

- Y ojo, que paeso me tengo que correr... y tú no sabes lo jodío que es eso, mangante de los cojones. Así que más te vale espabilar, atontao.

Y cerró la puerta con un portazo. Me deslicé por el contenedor hasta el suelo, con las lágrimas amenazando con bañar mi rostro.

No se cuanto tiempo estuve allí, pero era de noche cuando me levanté, me subí los pantalones y me dispuse a salir del callejón. Al pasar por el lado del segundo contenedor, oí un rumor que provenía de él. Extrañado, acerqué mi oido a la tapa.

- ¿Cansado de esta situación? - Murmuró una vocecita.

- Sí. - Respondí sin pensarlo.

La tapa se abrió con un estruendo. De su interior salieron fuegos artificiales, mezclados con basura. heces, ratas y un mendigo que voló por encima del edificio.

- ¡¡RECORCHOLIS!! - Berreé como una oveja a la que van a trasquilar por primera vez, y me caí de culo al suelo, chocando mi cabeza contra el edificio y dejándome medio atontado.

- Una gran noche, ¿no es cierto, amigo mío? - Dijo un hombre saliendo del contenedor con agilidad. Tenía un fuerte acento alemán. Lo veía todo borroso, así que no alcancé a ver sus rasgos faciales. Pero me pareció notar un bigote en su labio superior.

- Auch... me duele la cabeza... ¿Q.. Quien es usted?

- Ah, quien soy yo... quien sabe... eso tendrás que descubrirlo tu mismo, granujilla. Has ganado 3 meses gratuitos en el Campamento Jille, así que empieza a pedir esas vacaciones que todos sabemos que nunca has solicitado y ven el 20 de Junio al andén siete y dos tercios de la estación de Atocha.

- Oiga... no sé de que habla... Buda, esto tiene que ser causa del shock por el golpe...

- Mira, macho, yo me tengo que ir largando que con todo el estruendo va a venir la bofia y estoy en búsqueda y captura. Te dejo el folleto y ya me contarás en el Campamento. ¡Ta luego!

Y desapareció con un crujido.

Tras semejante visión del inframundo, me arrastré como pude hacia la calle principal y pedí un taxi. Al llegar a casa, me tumbé como pude en la cama, con la ropa puesta. Con los ojillos medio cerrados, miré el reloj-calendario de mi cómoda. Eran las 23:59 del lunes, 18 de Junio.

Me dormí con el folleto aún en la mano.

sábado, 9 de mayo de 2015

El señor de los Orines.

Aviso al consumidor. Me encuentro bajo la influencia de el alcohol y sustancias psicotrópicas.

Era una noche cálida de primavera. El sr. Gruñón y yo nos encontrábamos en el autobús número 65 de camino a la célebre zona de cañeo y tratado de blancas conocido como la Latina. Nos encontrábamos en un estado de bienestar pleno que sólo se alcanza con la plenitud sexual y los antibióticos caducados que nos habíamos metido entre pecho y espalda antes de salir de casa.

- Estoy MUY EMOCIONADO. - Decía el sr. Gruñón aumentando y disminuyendo su volumen de voz sin control debido a los psicofármacos - Es mi ULTIma juerGA ANTES DE estudiAR a SACO.

Las ancianas del autobús nos miraban y meneaban la cabeza con clara decepción post-generacional.

- Brghsss - Respondí.

La verdad es que hacía mucho tiempo que no salíamos a tope. Y si tengo que ceñirme a la realidad, aquel día no teníamos las expectativas de corrernos una buena juerga. A priori seríamos el sr. Gruñón, el sr. Cheetos y un servidor (el sr. Revirgen). Tal vez se nos uniesen otros después, pero lo dudábamos. No podíamos ilusionarnos porque en otras ocasiones la noche pintaba extremadamente bien y acabábamos en un prostíbulo de shemales viendo manubrios de tamaño bastante anormal.

Antes de comenzar la historia, he de aclarar que mi situación era bastante delicada en ese momento. Había pasado de ser el poderoso e inquebrantable sr. Sediento a un ser que cada vez que bebía se convertía en un monstruo. Y no un monstruo cualquiera. Un monstruo lleno de ira, impetuoso. Mi cerebro se desactivaba y mi cuerpo se movía al son de un maquiavélico titiritero, obligándome a hacer cosas terroríficas y espeluznantes (que no voy a mencionar en un blog tan sofisticado).


El sr. Gruñón y yo bajamos del autobús y llegamos a la parada de la Latina. Mientras esperábamos al sr. Cheetos mirábamos las nalgas de las muchachas que por allí pasaban y nos preguntábamos la razón de la existencia de los leggins. ¿Tal vez un invento para controlar el mundo? ¿O simplemente para ponernos el asunto como la manga de un abrigo? A lo lejos se vislumbraba la figura del sr. Cheetos, que venía meneando sus caderas con un ritmo bastante sabrosón.
Yo, que conozco a este imbécil como si lo hubiese parido, sabía lo que significaba esto: hoy se liaba. Lo vi en sus ojos inyectados en sangre (probablemente por sus excesos con la cocaína y el formol) y en sus sonrisa macabra.

Nos pusimos en marcha hacia un garito un tanto peculiar. Era una tasca de viejos, muy típica de la zona. En ella nos pedimos 3 botellines con su correspondiente tapa, que resultó ser unas porciones de queso rancio y mohoso que engullí con voracidad.
Cuando ya llevábamos unas cuentas cervezas y el sr. Gruñón empezaba a balbucear sobre sus sentimientos encontrados con la pornografía homosexual, recibí un mensaje del sr. ET: él, el sr. Fiesta y el sr. Oscuro estaban de camino hacia la Latina y querían unirse a nuestro grupo. No podían haber llamado en mejor momento, pues habíamos agotado las reservas de cerveza del bar y queríamos movernos.

Nos reunimos con ellos en otro bar de viejos, este más cerca de la zona de juerga, en el que nos sirvieron más birra y unos palitos de pescado caducados y salidos de las entrañas de la típica cocinera de colegio que habría engullido con voracidad si el sr. Oscuro no se me hubiese adelantado. Lo mismo pasó con las croquetas y con las patatas con cabrales. Menos mal que estaba de dieta, si no se me come hasta el brazo.
Las conversaciones, al principio exaltadas y a voz en grito, fueron decayendo poco a poco. Estábamos en ese punto de no retorno en el que:

a- Te pides una copa.
b- Te vas a casa a masturbarte.
c- Triglicéridos.

Y no les veía por la labor. Al sr. Cheetos el subidón por las drogas le había disminuido bastante y el sr. ET, en uno de sus habituales momentos de regla masculina, dijo que se iba pronto a casa.
En esas estábamos, poniendo en duda la presencia de testículos en nuestro amigo cuando mi móvil sonó. Lo descolgué con un movimiento bastante femenino.

- ¿Aló?
- ¡¡IEEEEEEEEEEEHAPIYFVCDSIDYVQAUGcalcvb!!

El berrido del sr. Pollofrito me traspasó el tímpano como un disparo. Estuve tirado en el suelo durante un rato medio aturdido, con la voz del gilipollas este retumbando por mi cabeza ausente de masa encefálica. Cuando recuperé el oido y la compostura, me llevé el teléfono a la oreja.

- ... y va la muy hija puta y me pegó el testículo derecho al paredón con superglue. Te juro que la sensación de ir despegándote los pelos de los huevos uno a uno es lo que más berraco me ha puesto desde que sacaron el último anuncio de Nivea.

- ¿El de la abuela con varices?

- Sí, ese.

- Bueno, que estamos en la Latina. Vente que nos vamos a pegar un fiestón.

- Cojonudo, recojo el armario del dolor y voy, que he tenido sesión de tarde con una...

Colgué y me reuní con mis colegas para darles la buena nueva. Los reacios sucumbieron a la presión social y a las amenazas de sodomía y nos encaminamos a la calle de los garitos guays.
He de admitir que nunca hemos sido demasiado buenos eligiendo sitio. Siempre vamos donde menos interés tiene la gente de ir, y ese viernes no fue una excepción.
Al entrar en el sitio, de cuyo nombre no me acuerdo, sentimos un calor asfixiante. Había gente con toallas andando de un lado a otro y un vapor inmundo emanaba de las paredes. Llegamos a la barra y pedimos unas copas, cosa que extrañó al camarero en exceso. Algo lógico, por otra parte, ya que nos habíamos metido por error en una sauna gay.
Apuramos nuestras copas con la rapidez y eficacia adquirida tras años de entrenamiento y arrastramos al sr. Fiesta fuera de allí, pues se había quedado mirando los esculturales cuerpos de los maromos de la zona murmurando "yo quiero esos dorsales", "esos bíceps están mal definidos" y "fijo que ese sólo muscula espalda".

Nuestra siguiente parada fue el Lizarrán. Recogimos al sr. Pollofrito, que estaba tirado en la calle pidiendo dinero a la gente con cara de loco y lanzando espumarajos tras su poblada barba de terrorista islámico y nos colamos en el bareto de forma poco ortodoxa (jugando al pilla pilla y derribando mesas a nuestro paso).
La camarera, una tal Miriam, me lanzó unas cuantas miradas lascivas mientras pedía los copazos. Respondí a sus insinuaciones con una danza de apareamiento que me enseñó mi maestro de las artes de alcoba. La dejé rota. La pobre se tuvo que ir del local corriendo de lo cachonda que estaba. Ja. No hay jamelga que se me resista.

El sr. Gruñón y el sr. Cheetos dijeron que conocían un club de fumadores por la zona. Habían estado una vez y aseguraron que el sitio era alucinante. Tenía mesas, sillas y una barra. No podía perderme eso, NECESITABA comprobar que era cierto.

Por lo tanto, cuando el Lizarran cerró, nos dirigimos al local de marras (el sr. ET se marchó a casa. A ver Love Actually, supongo).

Las hembras que custodiaban la entrada nos pidieron 10 lereles, y nos incluían copa. Los pagamos encantados, excepto el sr. Gruñón, que tenía carnet de socio y lo iba enseñando por ahí con aire de suficiencia. Como venganza escupimos en su cubata después, pero es algo que nunca sabrá.
Las chavalas nos aseguraron que abajo había una fiesta privada con stripper, pero no nos lo creimos. Demasiado bueno para ser verdad. Primero fuimos a la planta superior, que estaba vacía. Allí nos pedimos los whiskys y gyn tonics y nos sentamos, un poco deprimidos por el ambiente.
Al rato hicimos de tripas corazón y bajamos al sótano, y por supuesto no había stripper, sólo unos franceses borrachos bailando la Macarena con cara de gilipollas. Lo bueno es que la zona estaba separada en dos partes: la pista de baile y el reservado. Nos dirigimos al reservado y comprobamos con deleite que se podía ver la pista desde un ventanal bastante grande. Así ficharíamos a las francesas que estuviesen potentorras y les haríamos la técnica del arpón.

Y así, reunidos, sentados al rededor de la mesa y felices, brindamos por una gran noche.

Fin :)




























Esto... no se como continuar a partir de aquí. Digamos que después de brindar, algo se apoderó de nosotros. Un espíritu maligno o algo parecido. Sentimos una necesidad de destrucción unicamente comparable a la que tiene el ex-Rey cuando ve elefantes.
Pero no se como hacerlo, no se como contarlo.
...
Tengo una idea. Puntos de vista distintos. Allá van.


FRANCHUTE: Imaginaos por un momento que sois franceses. Vais a España. Pensais "Jajaja estoy en un país estganyou lleno de gente muy gaga y maloliente con un indise de pagou mas ggande que el nuestgou, allez la Fgance jajaja". Os vais con vuestros amigos a un local random a bailar y a pasarlo bien. Y lo haceis. Las chicas del grupo están salidorras y hoy es vuestra noche. O tocais teta, u os tocará montároslo entre vosotros como buenos mariconazos franchutes que sois. Entonces algo ocurre con los tipos extraños que acaban de pasar tambaleándose hacia el reservado. Escuchas gritos que te suenan en tu básico español a "¡quitatelo todo putita!" y "¡que separes tu polla de mi cara pedazo de anormal!".
Te asomas al ventanal del reservado y ves a 5 tíos descojonados de la risa haciendo palmas y berreando como descosidos mientras otro está subido en la mesa con los pantalones bajados y contoneándose cual junco en la brisa.
Quieres apartar tu mirada de ellos, pero no puedes. Es una auténtica bacanal. Se dan de hostias entre ellos y el capullo de la mesa acaba de tirar una copa contra la pared con brutalidad. Una copa que no era la suya. Ese ser grita "¡¿Que no hay stripper?! ¡Pues la sustituyo!". El coro de risas aumenta y decides apartarte de allí. Al darte la vuelta, sientes un impacto bestial en la nuca. Un cojín ha salido disparado del reservado y te ha impactado de lleno.
Sientes una furia incontrolable. Ellos fueron tus esclavos una vez. Pueden volver a serlo. Por Napoleón y sus polainas que desfaceras este agravio. Te asomas de nuevo y craso error: te encuentras a centímetros de un culo peludo y blanco como la leche, que se dirige a tu rostro a toda velocidad acompañado de un gruñido sacado de las mismas fauces del averno.
Sales corriendo del local.

No ha sido tu mejor noche.

PUERTAS ASESINO DEL LOCAL: Imaginaos por un momento que sois un tipo de metro setenta tatuado, con cara de comer cachorros de labrador crudos y dos lágrimas tatuadas como recordatorio de los dos homicidios que hiciste la semana pasada. Es un día como otro cualquiera, en tu trabajo, una noche más en el paraiso. Ligas con las chavalas que pasan por la calle, luces musculitos y te sientes el rey del cotarro. Pero algo se tuerce. Sale una de las camareras al vestíbulo, en el que te encuentras en ese momento, y chilla con voz histérica

- ¡¡Que se han meaaaaaaaaao!!

No entiendes lo que ocurre. Te lanzas sobre la puerta que lleva al sótano y observas con horror el pasillo que lleva al reservado. Algun hijo de la gran puta ha meado por el pasillo. Concretamente... concretamente en todos los putos lados. Los ladrillos están húmedos. Pisas el suelo con tus botas de punta de acero y el pis te recubre la goma entera. Aquello huele tan mal que hasta un tipo duro como tú se marea. Te asomas al reservado y lo que ves te horroriza.
La mesa principal está dada la vuelta. Encima de esa mesa hay otra mesa, una de estas altas de bar antiguo. Encima de esa mesa hay un taburete, sobre el que hay una plancha de madera. Cristales rotos por doquier. Los sofás no tienen cojines y están desmembrados por todos lados. Alguien ha pintado con plastidécor una carita sonriente en la pared. El río de orín baja por el reservado y cae por el ventanal, como unas amarillas cataratas del Niágara. La gota que colma el vaso, o en este caso la vela, es cuando te apoyas en un saliente y derribas sin querer una vela llena de pis, se te derrama en la mano. Aun está caliente. Vomitas.
Quieres matar a alguien. Despellejar. Asesinar. Te asomas a la pista de baile y 3 chicos están ahí tan tranquilos, uno ligando con una camarera y los otros dos apoyados en la pared con una cerveza en la mano, charlando tan tranquilos. Les preguntas con voz de psicokiller que quien cojones ha hecho eso. Te miran sin miedo, no estás acostumbrado a eso y te enfurece. No saben nada de nada. Se asoman al ventanal y observan con horror el estropicio.

Subes de nuevo al vestíbulo y avisas a tus colegas, que están en la parte superior. Han visto a un chaval con una camiseta blanca y una bolsa salir follado del local y vais a hacer una redada para matarlo. A él y a sus compinches, que seguro que están por ahí. Salís fuera y os dais de bruces con otros 3 chavales, que están fumándose un cigarrito con el dueño del local. Dos de ellos llevan camiseta blanca. Sospechas. El dueño les está poniendo al corriente de lo sucedido y uno de ellos está descojonado. Lo matarías. Quieres matarlo. Pero el dueño les pide perdón por lo sucedido, dice que no es normal y les invita a unas copas. Ellos aceptan y entran, mirandote al pasar sin ningún miedo. De nuevo. Te enfureces más.
Buscas durante más de una hora sin resultado. Al volver al local, los chavales se han ido y está vacío. Descargas tu ira con la pared y te rompes dos falanges y la muñeca.

No ha sido tu mejor noche.


NOSOTROS: Que puedo decir. Estuvimos todo el camino de vuelta a casa cantándole al sr. Orines "Oríiiiiin, ladrillooooooo... orín hay uno sooolo. Yo te quiero yo te adoro. Es orín la-drilló". Yo arranqué unas ramas de un árbol y fui disrazado durante todo el trayecto. Nunca me he sentido tan en contacto con la naturaleza que en ese momento. Fue maravilloso.

¿Como? ¿Que quien es el sr. Orines? Tendreis que averiguarlo vosotros mismos. Nunca sabreis la verdad, pues los resquicios de esa noche siempre quedarán en el archivo de top-secret. Nunca jamás volveremos a ese garito, pues corremos el riesgo de ser asesinados. Nuestra mejor idea fue separarnos en grupos y nos salió a la perfección.

Ya eran las 8 de la mañana cuando llegué a casa. Tenía mucho sueño, supongo que el bajón de el alcohol había llegado a su punto álgido. Estaba ya medio dormido cuando recibí un whatsapp en nuestro grupo, QSD.

Era la fotografía de un orinal.

Sonreí.

Ha sido una gran noche.

domingo, 3 de mayo de 2015

Losa.

Observo miles de personas acumulándose en las aceras. Se mueven como una masa perfectamente homogénea, dirección a un destino que ellos creen que conocen. Pero no saben donde van.

Me fijo en como envejecen. Lentamente, sus pieles se agrietan. Los ojos de muchas de ellas están llenos de desesperanza y miedo a la muerte, al vacío que nos espera. La mera no existencia les aterra y les hace creer en que tienen que dejar una pequeña muestra de si mismos antes de desvanecerse en el olvido para no volver.
Eso no es un consuelo para mí.

Recorro las calles rodeado de edificios decadentes. Moles grises, blancas, rojizas que se alzan imponentes y dan la impresión de derrumbarse en cualquier momento. Grandes ventanales, destinados a cegarse, se abren al cielo contaminado del centro de Madrid. Entra en el interior de las casa brea y azufre, humo de tabaco y gases de los tubos de escape. Oscurece las paredes y les da un aire de suciedad permanente.

Atravieso los parques. Los columpios oxidados se mecen a merced del viento y chirrían. Los árboles moribundos se inclinan hacia el suelo pidiendo que los talen, que los liberen por fin de un sufrimiento prolongado. Los bancos pintarrajeados se expanden como una plaga y el césped, antaño verde, ahora está cubierto de desperdicios. Latas de comida, bolsas, botellas de vidrio, agujas y de vez en cuando algún gorrión muerto.

Los escaparates de las tiendas son cosa del pasado. Allá donde mire solo veo carteles de "se vende" y cristales pintados de blanco.

El río está en su cauce más bajo. Los peces agonizan en las orillas y las aguas verdosas arrastran maderas y metales que antaño pertenecieron a cajas o estructuras de obra. Siento un dolor agudo en el pie al pisar un trozo de hierro que había en la ribera. Sangra mucho, pero me da lo mismo.

Monto en el autobús que me llevará a casa. La gente me ignora. El conductor ni siquiera se ha dado cuenta de que he entrado sin pagar. A esta hora, el 65 está hasta arriba y tengo que apretarme entre la muchedumbre para poder pasar. Siento la humanidad rodeándome y, por primera vez, estoy tranquilo y reconfortado.
Me voy fijando en sus expresiones. La señora del paraguas caqui acaba de perder a su hija en un accidente. El chaval de la capucha calada le ha sido infiel a su novia. Los recién casados sentados al final han sufrido un aborto. El caballero de bigote gris y que tiene que ocupar dos asientos está al borde de la parada cardiorrespiratoria.
Bajo la mirada y me concentro en mis zapatillas. La sensación de bienestar ha desaparecido al instante.

Llego a mi parada y soy el único que se apea. Los pequeños chalets que adornaban la avenida ahora solo son ruinas. Los yonkis del parque no me miran con hostilidad, pues paso por su lado como una sombra. Invisible. Se pasan la aguja entre ellos y se tumban tras recibir la dosis. Parece no importarles que el suelo este cubierto de cristales. Veo a un hombre tirado en una esquina cercana. Al acercarme un poco, ya se que está muerto. Tiene la garganta abierta en tres puntos y la tráquea se le ha salido como el tubo de una manguera.

Llego a mi casa. Abro la puerta con un movimiento acompasado, pues se suele atascar si no lo haces con cuidado. No hay nadie. Las persianas bajadas dan un aire de penumbra a la estancia, formada por un pequeño salón en ruinas y un baño en el que la porcelana se derrama desde la pared. Me siento en mi sofá.

Estoy solo. La rata que merodea por el suelo no roe mis pulgares. No existo.

Preparo mi dosis diaria. Entra en mi vena tan facilmente como sale el suspiro de mis pulmones. Todo se distorsiona.

Sonrío por fin.

El sueño no tardará en llegar.