domingo, 3 de mayo de 2015

Losa.

Observo miles de personas acumulándose en las aceras. Se mueven como una masa perfectamente homogénea, dirección a un destino que ellos creen que conocen. Pero no saben donde van.

Me fijo en como envejecen. Lentamente, sus pieles se agrietan. Los ojos de muchas de ellas están llenos de desesperanza y miedo a la muerte, al vacío que nos espera. La mera no existencia les aterra y les hace creer en que tienen que dejar una pequeña muestra de si mismos antes de desvanecerse en el olvido para no volver.
Eso no es un consuelo para mí.

Recorro las calles rodeado de edificios decadentes. Moles grises, blancas, rojizas que se alzan imponentes y dan la impresión de derrumbarse en cualquier momento. Grandes ventanales, destinados a cegarse, se abren al cielo contaminado del centro de Madrid. Entra en el interior de las casa brea y azufre, humo de tabaco y gases de los tubos de escape. Oscurece las paredes y les da un aire de suciedad permanente.

Atravieso los parques. Los columpios oxidados se mecen a merced del viento y chirrían. Los árboles moribundos se inclinan hacia el suelo pidiendo que los talen, que los liberen por fin de un sufrimiento prolongado. Los bancos pintarrajeados se expanden como una plaga y el césped, antaño verde, ahora está cubierto de desperdicios. Latas de comida, bolsas, botellas de vidrio, agujas y de vez en cuando algún gorrión muerto.

Los escaparates de las tiendas son cosa del pasado. Allá donde mire solo veo carteles de "se vende" y cristales pintados de blanco.

El río está en su cauce más bajo. Los peces agonizan en las orillas y las aguas verdosas arrastran maderas y metales que antaño pertenecieron a cajas o estructuras de obra. Siento un dolor agudo en el pie al pisar un trozo de hierro que había en la ribera. Sangra mucho, pero me da lo mismo.

Monto en el autobús que me llevará a casa. La gente me ignora. El conductor ni siquiera se ha dado cuenta de que he entrado sin pagar. A esta hora, el 65 está hasta arriba y tengo que apretarme entre la muchedumbre para poder pasar. Siento la humanidad rodeándome y, por primera vez, estoy tranquilo y reconfortado.
Me voy fijando en sus expresiones. La señora del paraguas caqui acaba de perder a su hija en un accidente. El chaval de la capucha calada le ha sido infiel a su novia. Los recién casados sentados al final han sufrido un aborto. El caballero de bigote gris y que tiene que ocupar dos asientos está al borde de la parada cardiorrespiratoria.
Bajo la mirada y me concentro en mis zapatillas. La sensación de bienestar ha desaparecido al instante.

Llego a mi parada y soy el único que se apea. Los pequeños chalets que adornaban la avenida ahora solo son ruinas. Los yonkis del parque no me miran con hostilidad, pues paso por su lado como una sombra. Invisible. Se pasan la aguja entre ellos y se tumban tras recibir la dosis. Parece no importarles que el suelo este cubierto de cristales. Veo a un hombre tirado en una esquina cercana. Al acercarme un poco, ya se que está muerto. Tiene la garganta abierta en tres puntos y la tráquea se le ha salido como el tubo de una manguera.

Llego a mi casa. Abro la puerta con un movimiento acompasado, pues se suele atascar si no lo haces con cuidado. No hay nadie. Las persianas bajadas dan un aire de penumbra a la estancia, formada por un pequeño salón en ruinas y un baño en el que la porcelana se derrama desde la pared. Me siento en mi sofá.

Estoy solo. La rata que merodea por el suelo no roe mis pulgares. No existo.

Preparo mi dosis diaria. Entra en mi vena tan facilmente como sale el suspiro de mis pulmones. Todo se distorsiona.

Sonrío por fin.

El sueño no tardará en llegar.

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