sábado, 23 de febrero de 2013

Interludio: Bruma (1)

Aun sigo recordando los ojos de Bruma. Era muy pequeño, apenas contaría con 11 años, cuando la ví por primera vez. Mis padres me dijeron que era huérfana, que tuviese mucho cuidado de preguntarle por su familia. Las razones me eran desconocidas, por supuesto. Siempre he sido muy curioso, pero me inculcaron en aquellos tiempos la capacidad de callar lo que uno piensa.
Si no hubiera sido así, tal vez nunca habría podido escuchar de sus labios las historias que aun recuerdo.
No me avergüenza admitir que ella siempre me ha leido como un libro abierto, mientras que a mi me costaron muchos años a su lado conocer lo que se escondía en lo más profundo de su mente.
Una de las primeras cosas que descubrí de ella fue que, si le preguntas sobre su pasado, no te responderá. Pero si mantienes la boca cerrada, aunque tengas mucho interés por las cosas que haga o piense, ella probablemente te cuente algunas cosas. No todas.

Mi primer contacto con ella fue en el rellano de la escalera de mi casa. Mis padres y yo vivíamos en una triste urbanización a las afueras de lo que era Madrid. Mi padre nos trasladó allí tras la guerra que asoló el país, al encontrar un trabajo de auxiliar clínico en el hospital Redención de Jesús. Mi madre siempre opinó que, siendo mi padre un médico con más de 14 años de experiencia laboral, su vida se estaba yendo a la ruina con aquel empleo. Creo que nunca fue feliz en el angosto 4º piso de la calle Pinar. Pero nunca nos lo dijo.

Por aquel entonces yo acababa de cumplir 10 años. Era un noviembre frío. Más frío que de costumbre. La lluvia apenas paraba durante gran parte del día y el novedoso sistema de alcantarillado apenas daba a basto para contener el aluvión que nos caía encima. Empapado y muerto de frío, me pasaba las tardes enteras paseando por los alrededores de El Encinar, que era así como se llamaba nuestro barrio. En una de esas tardes lluviosas, iba cogido de la madre de mi mano hasta el tienducho del Josemi. A pesar de ser un local sucio y con apariencia siniestra, la tienda del Josemi tenía de todo, al menos a los ojos de todos los chicos de la zona. Pistolas de juguete, mandarinas y calzoncillos de a crédito se repartían desordenadamente en los estantes. El Josemi, todo alegría y desparpajo, me llamaba zagal, cosa que odiaba, y me regalaba de cuando en cuando bloques de LEGO y chocolatinas que guardaba con eficiencia ratonera a la mirada atenta de mi madre. Siendo dentista, no le reprocho su búsqueda constante de caries y demás pavorosas enfermedades en mis dientes escrupulosamente limpios. Una de las cosas que más he agradecido toda la vida es la afortunada ausencia de aparato, que nunca pudimos costear y que nunca llegué a necesitar.

La tarde que conocí a Bruma entramos en el local del Josemi a buscar champú para el pelo y, de ser posible, verdura del día. Nada más entrar, el Josemi se levantó de su silla y, tras la polvorienta barra, nos dedicó su mejor sonrisa.

-Buenas tardes doña Inés- dijo con su tono de voz cansado y alegre a la vez – ¿Champú y galletas verdad?
-Y verdura- añadió mi madre.
-Poca cosa tengo... pero veré que puedo ofrecerle- replicó el Josemi, dándose la vuelta y saliendo a la trastienda a por los productos.
Mientras esperaba, me acerqué a los estantes de juguetes y ví algo que me llamó mucho la atención. Era una caja azul y blanca, llena de símbolos negros. Mi curiosidad por su contenido era tal que alargué la mano para cogerla, aun sabiendo que el Josemi era un maniático en cuanto al tocamiento del material de venta.
Me sorprendió lo poco que pesaba, ya que el tamaño de la caja era considerable. Introduje los dedos por los bordes de la tapa y la abrí. Dentro, había un lo que a mí me pareció un pequeño dado azul (...)

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