martes, 12 de marzo de 2013

La senda del hombre gris.

Había una vez un hombre que se hacía pasar por lobo. Todos se reían de él, pues andaba a cuatro patas, gruñía mucho e intentaba robar ganado, ganándose de esta manera una buena cantidad de insultos y algún que otro puntapié.

Se hacía llamar Obol. Vivía en una cueva en la montaña que había cerca del pueblo, y todos los días bajaba al bosque a buscar alimento, agua y, si la suerte lo acompañaba, cerveza de barril que algún campesino descuidado había dejado sin vigilancia. No hablaba mucho, pues en su mente la idea de que era medio lobo le impedía pensar con claridad, pero de forma casual se reunía con un viejo ermitaño que vagaba por las praderas del sur. Lo consideraba su único y más preciado amigo.

Un buen día, Obol se lo encontró sentado en un tocón del bosque, practicando con un arpa de seis cuerdas.

- Buenos días, señor ermitaño - gruñó a forma de saludo Obol.
- Buenos días Obol - respondio cortesmente el ermitaño, mientras sus dedos trazaban suaves formas con el arpa. La música resaltaba claramente con el silencio del bosque, dándole un aspecto más misterioso de lo habitual.
- Hoy no he encontrado agua - se lamentó el Obol, pues siempre que se encontraban compartían la bebida - y no puedo ayudarle a refrescarse.
- No es preciso que me convides hoy, amigo mío - respondió el ermitaño con una sonrisa.
- Tampoco he traido comida. Debe de estar pasando hambre - Obol estaba realmente apenado.
- Cené bayas hace tres lunas, jovencito. Estoy realmente lleno.
- Tampoco tengo ninguna historia nueva que contarle - Obol estaba al borde de las lágrimas. Siempre acostumbraba a maravillar al anciano con alguna aventura nueva.
- Mi entristecido compañero, nada de eso es necesario hoy. Todo lo que necesito lo tengo aquí.
Y señaló una pequeña bolsa cerrada que había a sus pies.

A Obol le entró la curiosidad. No todos los días se producían encuentros con el ermitaño y era la primera vez que este llevaba un saco consigo.

-¿Qué es? - preguntó.
- Un saco - respondió el ermitaño con una amplia sonrisa.
Obol esbozó una mueca irritada
- Eso ya lo sé, pero... ¿que contiene?
- Contiene muchas cosas.
Obol se irritó mas aun.
- ¿Y qué cosas en concreto?
- Una escalera a ningún sitio, un dado de marfil que señala al norte, un mapa del sendero del hombre gris, una manta que solo cubre los pies...
- ¿Un mapa del sendero del hombre gris? - interrumpió Obol de pronto - ¿Podría prestármelo?

El ermitaño dudó. Pensaba utilizarlo para el día de su octogésimo cumpleaños, pues se decía que si cruzabas la senda del hombre gris el mismo día de tu nacimiento, un ciervo blanco te regalaría un nuevo par de zapatos, y los suyos ya estaban muy gastados.

- ¿Para que quieres ir a ver al hombre gris? Ya sabes que no acepta visitas sin motivo. Debes de tener una razón.
- Quiero que me ayude a ser un lobo de verdad. - dijo Obol - La gente se asusta de mí o se ríe de mí, y eso no me gusta. Quiero que todos me teman, o todos me tomen por un loco, pero no ambas cosas.

- Eso es una buena razón - reflexionó el anciano ermitaño, dejando de tocar el arpa e inclinándose hacia el saco - pero si vas a ver al hombre gris, recuerda que la senda solo aparecerá en tu imaginación. En el momento que creas que no existe, desaparecerá, y con ella el mapa.

Obol recogió el arrugado papel que le tendía el ermitaño y le dio las gracias efusivamente. Este le vio partir y se preocupó mucho por él. Le había cogido cariño y no deseaba que le ocurriese nada malo. Con un agudo silbido, que solo un tipo de pájaro puede escuchar, llamó a la torcaz dorada.

- ¿Qué necesitas? - preguntó la torcaz en la antigua lengua de las aves.
- Quiero que vigiles a Obol para que no le ocurra nada malo. Va en camino de encontrarse con el hombre gris y estoy realmente preocupado por su seguridad - explicó el ermitaño.

La torcaz dorada, cuyo nombre era Adarod Zacrot, asintió con la cabeza y voló en pos de Obol.

El ermitaño guardó el arpa en su saco sin fondo y se dirigió de nuevo a las praderas. Había sido un día bastante productivo.

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