lunes, 3 de noviembre de 2014

Una ciudad ciega.

Es una ciudad ciega. No ve, pero siente. Oye. Sufre y se venga.

La ciudad está despierta. Respira al son de miles de almas que en ella habitan, recordando a un gigantesco monstruo de luces y sombras, con una mano vengativa de la que penden hilos. Hilos que llevan a estas almas a cometer atrocidades.

Las almas ríen, lloran, gruñen, se compadecen de si mismos. Son patéticas. Huyen de su entorno, crean falsas espectativas y de reducen a infraseres por unas migajas de ego y orgullo decadente. Se arañan, se muerden, se abofetean. Se hieren.

La sangre fluye por los adoquines de las calles oscuras. No hay más luces en esas partes de la ciudad ciega, sólo un vacío atormentado por la ausencia de aquellos que hace tiempo abandonaron su hogar. Su antaño espléndido hogar, lleno de ilusiones. Ya sólo queda frío. Y muerte. Lo sé. Los he sentido.

En las calles luminosas fluye la bilis y el orín. Un hedor a humanidad plaga el aire, que pugna por escapar de entre los ruinosos edificios, cuyas capas de yeso y amianto deslizan hacia el suelo un veneno que supura y crea grietas en el cemento. Las pisadas marcan el camino a los tugurios, atestados de almas innobles cubiertas de sudor y llenas de vergüenza. El humo de los cigarros y del vaho replica en las ventanas, pudríendolas y deshaciéndolas con parsimonia.

La ciudad amargamente vestida de noche ríe. Sabe que no hay salida para aquellos a los que ha arrancado la cordura de sus mentes, antes despiertas y jóvenes, ahora envejecidas y sembrada en ellas la semilla del desasosiego. Rugen sus tripas y comen. Frívolo aquel del que no practique el sexo con cualquier ramera desorejada. Quema su garganta y beben. Beben agua estancada y putrefacta.

Las entrañas de la ciudad antaño guardaban un corazón. Ahora sólo tubos de cañería. Túneles de hierro frío, oxidado, cubierto de herrumbe que pugna por carcomer hasta la última gota de brillo que antaño tuviese. Gárgolas de mármol amarillento decoran sus puertas, guardianes silenciosos que advierten al viajero... osado aquél que cruce el umbral, pues sólo encontrará pesar.

Mentiras al viento y suciedad en el ambiente de los barrios. Gente que dispara sin preguntar primero. La ciudad ríe encantada, pues sus hilos los dirigen con premura a un destino inminente. Algunos dicen que aman, otros se ahorran el embuste. Nunca sale a la luz la verdad por si sola, pues la soledad arrecia y es mejor engañarse a uno mismo. O eso creen. Eso creen que creen.
La única que lo sabe a ciencia cierta es una mujer, escondida y con el hilo que la ataba cortado y guardado en un arcón.

La mujer ve a estos títeres y le repugnan. Le dan ganas de vomitar. Ve la gigantesca mano, en lo alto, que cubre el cielo siempre gris. Ve sus dedos moverse, como un burlón titiritero que, siniestramente, inclinado hacia el edificio más alto, gobierna los corazones negros.

Iré a verla por la noche.

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