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jueves, 24 de diciembre de 2015

Algo que contar (extracto)

Era una época en la que yo creía en los milagros.

No los milagros que salen en la Biblia, esos que mi abuela me recitaba cada noche mientras me ayudaba a ponerme el pijama, en los que Jesús convertía el agua en vino o multiplicar los panes y los peces.

Hablo de milagros naturales. Ver crecer una flor, escuchar el viento acariciar la cima de una montaña, enamorarse, perder y recuperar... cosas lógicas, obvias, que todos creemos que forman parte de la vida y en verdad son regalos que algo o alguien benévolo nos da sin pensar en recibir nada a cambio.
Los cínicos dirán que todo forma parte de una serie de fenómenos meteorológicos, físicos, químicos o Buda sabe que otros términos científicos se pueden expresar en esta oración, y puede que tengan razón. Pero en aquel momento para mí eran milagros. Creía en ellos y mi sempiterna inocencia no me dejaba mirar más allá.

Pero mi abuela, la última persona que tenía en el mundo, murió un lunes de Noviembre en 1985, dejándome desamparado ante las garras de lo que se conocía (y se conoce) como Servicios Sociales. Una mujer con muy mala uva y escaso tacto me recogió en el hospital y me llevó a mi casa para que empaquetase mis cosas. Mientras ella estaba en el salón, escapé por la ventana y salté sobre los contenedores que había en la callejuela trasera. Me torcí un tobillo, pero no me importó. Corrí sin notar dolor, con mi mochila pegada a la espalda. Crucé Malasaña a toda velocidad, sin pararme a pedir perdón a aquellos con los que chocaba, pensando sólo en huir lo más rápido que pudiese de aquél infierno que me esperaba en el orfanato.
No era un chico muy atlético. Me habían diagnosticado asma desde muy pequeño y mi inhalador me acompañaba a todas partes para que cualquier sobreesfuerzo no me dejase sin aire en los pulmones y me provocase una parada cardiorespiratoria. Con las prisas, se me había olvidado en la mesita de noche, y a los diez minutos de carrera sentí una opresión en el pecho y un agobio que me hicieron llevar la mano instintivamente al bolsillo de mi pantalón, donde habitualmente guardaba el estuche.

Me caí rodando por las escaleras de un pequeño sótano abierto en lo que parecía ser la calle más sucia y deprimente de Madrid. Allí sólo había una caja destrozada y húmeda por la tormenta veraniega que había caido el día anterior. Me tumbé encima e hice esfuerzos por respirar. Notaba que me ahogaba lentamente. Me moría. Las sombras del sótano se me echaban encima, haciendo muecas grotescas y burlándose de mí como hacían los chicos mayores del colegio. Reconocí a Antonio, con su ortodoncia, que me señalaba y me llamaba bastardo una y otra vez. Miguel Angel, Rafita y Guille Sabín estaban a su alrededor, riendo y haciendo aspavientos, torturándome con muecas y gritando a los cuatro vientos que yo era un llorón. El corazón me latía a toda velocidad. Lo ví escaparse entre mis dedos, que agarraban con una furia insolente un lugar indeterminado de mi pecho. Levitó por el sótano, rojo, brillante. Sangraba. Caía una enorme cascada color plateado de sus ventrículos sesgados, que empezó a inundar el sótano.
Mis pulmones ya no se movían y la negrura dio paso al blanco más cegador que había visto hasta el momento. Y entonces fue cuando la ví.

Se inclinó hacia mí. Sus ojos azules me miraban con ternura, con una intensidad que no habría sospechado jamás que pudiese existir. Fue como si alguien me mirase de verdad por primera vez.

  • Despierta... – Su voz era tierna y fuerte. Sonrió. Tenía los dientes perfectos – Te estaba esperando.

Me besó en los labios. Su lengua era el terciopelo más suave. Cerré los ojos un momento, y al volver a abrirlos, el sótano volvió a su oscuridad natural. Y ella ya no estaba allí.

domingo, 3 de mayo de 2015

Losa.

Observo miles de personas acumulándose en las aceras. Se mueven como una masa perfectamente homogénea, dirección a un destino que ellos creen que conocen. Pero no saben donde van.

Me fijo en como envejecen. Lentamente, sus pieles se agrietan. Los ojos de muchas de ellas están llenos de desesperanza y miedo a la muerte, al vacío que nos espera. La mera no existencia les aterra y les hace creer en que tienen que dejar una pequeña muestra de si mismos antes de desvanecerse en el olvido para no volver.
Eso no es un consuelo para mí.

Recorro las calles rodeado de edificios decadentes. Moles grises, blancas, rojizas que se alzan imponentes y dan la impresión de derrumbarse en cualquier momento. Grandes ventanales, destinados a cegarse, se abren al cielo contaminado del centro de Madrid. Entra en el interior de las casa brea y azufre, humo de tabaco y gases de los tubos de escape. Oscurece las paredes y les da un aire de suciedad permanente.

Atravieso los parques. Los columpios oxidados se mecen a merced del viento y chirrían. Los árboles moribundos se inclinan hacia el suelo pidiendo que los talen, que los liberen por fin de un sufrimiento prolongado. Los bancos pintarrajeados se expanden como una plaga y el césped, antaño verde, ahora está cubierto de desperdicios. Latas de comida, bolsas, botellas de vidrio, agujas y de vez en cuando algún gorrión muerto.

Los escaparates de las tiendas son cosa del pasado. Allá donde mire solo veo carteles de "se vende" y cristales pintados de blanco.

El río está en su cauce más bajo. Los peces agonizan en las orillas y las aguas verdosas arrastran maderas y metales que antaño pertenecieron a cajas o estructuras de obra. Siento un dolor agudo en el pie al pisar un trozo de hierro que había en la ribera. Sangra mucho, pero me da lo mismo.

Monto en el autobús que me llevará a casa. La gente me ignora. El conductor ni siquiera se ha dado cuenta de que he entrado sin pagar. A esta hora, el 65 está hasta arriba y tengo que apretarme entre la muchedumbre para poder pasar. Siento la humanidad rodeándome y, por primera vez, estoy tranquilo y reconfortado.
Me voy fijando en sus expresiones. La señora del paraguas caqui acaba de perder a su hija en un accidente. El chaval de la capucha calada le ha sido infiel a su novia. Los recién casados sentados al final han sufrido un aborto. El caballero de bigote gris y que tiene que ocupar dos asientos está al borde de la parada cardiorrespiratoria.
Bajo la mirada y me concentro en mis zapatillas. La sensación de bienestar ha desaparecido al instante.

Llego a mi parada y soy el único que se apea. Los pequeños chalets que adornaban la avenida ahora solo son ruinas. Los yonkis del parque no me miran con hostilidad, pues paso por su lado como una sombra. Invisible. Se pasan la aguja entre ellos y se tumban tras recibir la dosis. Parece no importarles que el suelo este cubierto de cristales. Veo a un hombre tirado en una esquina cercana. Al acercarme un poco, ya se que está muerto. Tiene la garganta abierta en tres puntos y la tráquea se le ha salido como el tubo de una manguera.

Llego a mi casa. Abro la puerta con un movimiento acompasado, pues se suele atascar si no lo haces con cuidado. No hay nadie. Las persianas bajadas dan un aire de penumbra a la estancia, formada por un pequeño salón en ruinas y un baño en el que la porcelana se derrama desde la pared. Me siento en mi sofá.

Estoy solo. La rata que merodea por el suelo no roe mis pulgares. No existo.

Preparo mi dosis diaria. Entra en mi vena tan facilmente como sale el suspiro de mis pulmones. Todo se distorsiona.

Sonrío por fin.

El sueño no tardará en llegar.

lunes, 3 de noviembre de 2014

Una ciudad ciega.

Es una ciudad ciega. No ve, pero siente. Oye. Sufre y se venga.

La ciudad está despierta. Respira al son de miles de almas que en ella habitan, recordando a un gigantesco monstruo de luces y sombras, con una mano vengativa de la que penden hilos. Hilos que llevan a estas almas a cometer atrocidades.

Las almas ríen, lloran, gruñen, se compadecen de si mismos. Son patéticas. Huyen de su entorno, crean falsas espectativas y de reducen a infraseres por unas migajas de ego y orgullo decadente. Se arañan, se muerden, se abofetean. Se hieren.

La sangre fluye por los adoquines de las calles oscuras. No hay más luces en esas partes de la ciudad ciega, sólo un vacío atormentado por la ausencia de aquellos que hace tiempo abandonaron su hogar. Su antaño espléndido hogar, lleno de ilusiones. Ya sólo queda frío. Y muerte. Lo sé. Los he sentido.

En las calles luminosas fluye la bilis y el orín. Un hedor a humanidad plaga el aire, que pugna por escapar de entre los ruinosos edificios, cuyas capas de yeso y amianto deslizan hacia el suelo un veneno que supura y crea grietas en el cemento. Las pisadas marcan el camino a los tugurios, atestados de almas innobles cubiertas de sudor y llenas de vergüenza. El humo de los cigarros y del vaho replica en las ventanas, pudríendolas y deshaciéndolas con parsimonia.

La ciudad amargamente vestida de noche ríe. Sabe que no hay salida para aquellos a los que ha arrancado la cordura de sus mentes, antes despiertas y jóvenes, ahora envejecidas y sembrada en ellas la semilla del desasosiego. Rugen sus tripas y comen. Frívolo aquel del que no practique el sexo con cualquier ramera desorejada. Quema su garganta y beben. Beben agua estancada y putrefacta.

Las entrañas de la ciudad antaño guardaban un corazón. Ahora sólo tubos de cañería. Túneles de hierro frío, oxidado, cubierto de herrumbe que pugna por carcomer hasta la última gota de brillo que antaño tuviese. Gárgolas de mármol amarillento decoran sus puertas, guardianes silenciosos que advierten al viajero... osado aquél que cruce el umbral, pues sólo encontrará pesar.

Mentiras al viento y suciedad en el ambiente de los barrios. Gente que dispara sin preguntar primero. La ciudad ríe encantada, pues sus hilos los dirigen con premura a un destino inminente. Algunos dicen que aman, otros se ahorran el embuste. Nunca sale a la luz la verdad por si sola, pues la soledad arrecia y es mejor engañarse a uno mismo. O eso creen. Eso creen que creen.
La única que lo sabe a ciencia cierta es una mujer, escondida y con el hilo que la ataba cortado y guardado en un arcón.

La mujer ve a estos títeres y le repugnan. Le dan ganas de vomitar. Ve la gigantesca mano, en lo alto, que cubre el cielo siempre gris. Ve sus dedos moverse, como un burlón titiritero que, siniestramente, inclinado hacia el edificio más alto, gobierna los corazones negros.

Iré a verla por la noche.

miércoles, 19 de marzo de 2014

La distancia del tiempo.

Las miradas empezaron hace años.

De manera sutil, ella empezó la dulce e inocente danza del que ve la luz por primera vez. Se acercaba a pasos cortos, con cautela, esperando una palabra suya, un momento al que aferrarse. Algo secreto, algo que nadie más entiende, brotaba de su corazón a medida que los dos se encontraban en el camino del deseo escondido. Nadie decía nada, nadie clamaba lo obvio. Pero existía un vínculo, invisible y a la vez claro como la luz del amanecer.

El buscaba adaptarse a su baile. De manera torpe, trataba de ser importante, de destacar. Buscaba palabras de ingenio y risas cómplices a su alrededor. Seguía el sendero que ella le marcaba sin saber bien adónde podía llegar. Bebía de sus sonrisas y dormía en sus sueños. Y lentamente iba comprendiendo la razón por la que sus vidas se habían cruzado. El temor le oprimía el pecho como un cepo.

Los años los hicieron adultos, pero seguían con su interminable ritual. Día tras día descubrían cosas nuevas y se veían de forma diferente. Se buscaban constantemente, repitiendo la tradición que no se había oxidado con los estragos del tiempo. Veían derrumbarse todo a su alrededor, como el castillo de naipes que alguien dejó olvidado a la intemperie. Y sabían que era inevitable que, finalmente, sus senderos se cruzasen.

Ese día, el día en el que sus caminos finalmente se entrelazaron, él le preguntó el significado del amor. Las manos de ambos estaban unidas y sus pasos se habían detenido. La vida los desviaba de nuevo un poco más adelante y aunque se negaban a continuar, no hicieron amago de apearse de ella.

Mirándole a los ojos, no supo que responderle. Se soltó de su mano y se dirigió sin mirar atrás a su parte de la bifurcación.

lunes, 10 de marzo de 2014

La idea.

Se levantó de su escritorio tras varias horas de trabajo. El humo de los cigarros, mezclado con el olor a café y sudor, se desvanecía en el ambiente dejando nubes de desesperanza. Un día más sin lograr avanzar en la novela.

Cogió su chaqueta y salió por la puerta de su casa. El día era frío y arrojaba sobre su rostro ráfagas de viento helado. Las sintió como un reproche, un lamento del viento a su vulgaridad y a su desidia, que lo carcomía por dentro. Las miradas de las personas que se cruzaba, hombres y mujeres sin rostro definido tras los cristales empañados en los que se convertían sus ojos cada paso que daba, lo miraban con reproche. Sus muecas sarcásticas le dinamitaban en el estómago. Tenía miedo de ellos, y aceleró el paso por la Gran Vía de Madrid sin deternerse un instante.

Se sentó en su banco favorito, cerca de la Plaza Mayor, lejos de todo ser viviente excepto un gorrión que, sin pensarlo dos veces, se encaramó a su lado, en un alarde de valor. Sus ojos se cruzaron y el escritor vio en ellos la misma acusación y el mismo desprecio. Era como mirarse en un espejo.

Corrió. Los segundos se transformaban en horas mientras la riada de gente sin nombre, sin rumbo, se apartaba de sus apresuradas zancadas, dejando espacio libre a su mediocridad. Le fallaba la respiración. "No puedo hacerlo" pensaba, esquivando todo tipo de materia uniforme que se materializaba como por casualidad en su camino. Nubes de fuego se cruzaban en su trayectoria. Las eludía con presteza. No le quedaban fuerzas.

Se desplomó en una callejuela oscura, con un terrible dolor abdominal. Jadeaba, haciendo esfuerzos por recomponer los zarcillos de su memoria. ¿Cuanto tiempo llevaba corriendo? ¿Y de que huía?

"De tí mismo" dijo una vocecilla en su cabeza.

El escritor de levantó asustado.

- ¡¿Quién anda allí?! - Gritó a la oscuridad mientras se frotaba las costillas. Con un torpe movimiento desenfundó el arma que le pendía de la funda que llevaba colgada del hombro - ¡No se acerque... estoy armado! - Su voz resonó con tono histérico.

"Los fantasmas de la mente son inmunes a la violencia, amigo mío" - Respondió la voz - "A menos que decidas acabar con ellos introduciendo ese artefacto en tu boca y apretando el gatillo".

Asustado, se dejó caer contra la pared, deslizándose lentamente hasta tocar el suelo. Su paranoia era tal que ahora oía voces.

- Qué cojones me está pasando... - Se lamentó en voz baja.

"Te lo puedo explicar. Sólo tienes que lanzar ese arma lejos de tí. Será mejor evitar tentaciones".

- ¡¡Cállate!! - Gritó el escritor desesperado. El eco le devolvió el grito con mayor intensidad y notó el inconfundible toque de locura, ese brote que llevaba años esperando pero que aún no había llegado. Sabía que era su última oportunidad, su gran momento de lucidez. No habría tiempo para más. Se acercó la pistola a la sien y accionó el tambor. Los latidos de su corazón jamás habían sido tan fuertes, como si el mismo órgano temiese por su existencia y previese que sólo le quedaban unos segundos hasta pararse definitivamente.

"Un loco jamás admite su enagenación" - Apuntó la voz -  "Si lo haces, no habrá vuelta atrás. Llevas toda la vida persiguiendo una idea, así que no la abandones tan a la ligera. Tu cobardía sólo empeorará las cosas, pues ambos sabemos que no tienes los arrestos para hacerlo".

- ¿Y tú que sabes? ¿Acaso eres la voz de mi conciencia? ¿Un augurio de mi subconsciente? - Un temblor involuntario le movía el arma por su cabeza - ¿No eres acaso la demostración de que ya no hay esperanza para mí?

"Yo soy la idea que estás buscando. Soy la idea que te atrapa por las noches y no te deja dormir. Soy la idea que perdiste y recuperaste cada vez que te sentabas frente a la máquina de escribir. Soy la idea con la que naciste y la idea con la que morirás. Soy la idea. La que ha pasado por la mente de hombres más brillantes que tú, la que ha seducido a mujeres, la que ha hecho llorar a reyes, la que deshace fronteras. Mi libertad está ligada a tu ser y a tu talento. Soy la idea que te ha hecho plantearte el suicidio y la locura. Soy la idea que te destruirá y la idea que te llevará hasta donde tú quieras llegar".

El escritor bajó el arma con un movimiento seco y se levantó con esfuerzo. Su mente se había bloqueado. Sólo había sitio para un único propósito. La pistola quedó abandonada a su suerte en el callejón, esperando a su siguiente dueño.

Llegó a casa al atardecer. Sin quitarse la chaqueta, se sentó en su escritorio. Sus manos estaban manchadas de barro e inmundicia. Las teclas se encogían ante su furia. No levantó la vista hasta que el sol lo deslumbró por la ventana, momento en el que supo que su tarea había terminado por ese día. Se desperezó sonriente y se tiró a la cama, agotado. Su contacto nunca había sido tan cómodo, tan cálido. Se permitió un último vistazo al cuarto en el que se encontraba. Jamás le había resultado tan acogedor.

Y soñó con el futuro, abrazado a su idea.



"Los escritores tienen un sexto sentido para sacar de algo común, e incluso vulgar, una historia que narrar. Pocas cosas tienen tanta fuerza, tanta intensidad, como el poder de una idea"


domingo, 8 de diciembre de 2013

Tortura.

Empieza con un fuerte latido.

Bum.

El pecho se desboca y mi mano forma una garra.

Sigue con un temblor. La sensación de que el corazón no está ahí, no bombea, se hace más fuerte.

Te atrapa la mente. Busca enloquecer tus sentidos embotados con sensaciones indescriptibles. Una sombra. Un pinchazo en el brazo. Un movimiento en la oscuridad.

Bum. Vuelve a latir.

Se vuelve a parar.

Enciendo la luz presa del pánico. Busco el contacto de algo sólido, algo tangible.

Me levanto sudando y camino, camino, camino.

Respiro hondo.

Bum.

Vuelvo a la cama convenciéndome de que está en mi cabeza, que no me va a pasar nada malo.

Cierro los ojos. Apago la luz sin abrirlos. La oscuridad es la misma pero no es la misma.

Empieza a fallar la respiración. Ahí hay algo. Un dedo se desliza por mi piel. Busco una salida pero no la encuentro.

Me levanto gritando y estoy ciego.

Bum.

Enciendo mi ordenador. El alba no tarda en llegar.

martes, 21 de mayo de 2013

Desde las sombras.

Sombras. El cuarto estaba cubierto de sombras. Sombras alargadas, finas, gruesas, entrecortadas, renqueantes, pavorosas, uniformes. Ella sentía miedo, un miedo que nunca jamás había experimentado, un miedo que le helaba los huesos y le aceleraba el corazón provocándole espamos involuntarios que en silencio maldecía.
Las sombras se extendían hasta donde estaba y no sabía cómo pararlas. Una de ellas extendió un brazo, o lo que parecía un brazo, en un intento de atraparla y de fundirse en su alma para siempre, lo que provocó que de su garganta brotase un pequeño sollozo, el único que se había permitido hasta ahora exhalar. Se apartó con rapidez y saltó de la cama, su isla, su refugio, hasta el oscuro suelo de madera que, astillado, gimió bajo sus pies.
No había forma de escapar. Se acurrucó contra la pared, sin fuerzas de seguir luchando. Su recuerdo le ardía en la piel formando un contrapunto con el helador pánico y el sordo dolor del corazón. Todo estaba perdido.

Las sombras se alzaron. Sólo tres dieron un paso adelante mientras que otras dos reptaron por la cama para asomarse al hueco en el que ella se había refugiado. Distinguió ojos amarillos en sus deformes rostros y terribles garras en sus apéndices. La más grande de todas esbozó lo que parecía una mueca de satisfacción al sentir cómo ella se rendía. Estaba a un palmo de distancia. Cerró los ojos. Ya no sentía miedo.

La oscuridad de la habitación renqueó. Algo disforme se creó en el centro de la estancia disipando todas las sombras menores, que sufrían sin voz la energía que pugnaba por devolverlas a su mundo. Las dos que estaban agazapadas en la cama se estremecieron y sus ojos empezaron a apagarse y sus maltrechos cuerpos se comprimían. Cuando no quedó nada de ellas, la disformidad se abalanzó sobre las tres restantes aullando y desgarrándolas. Todas desaparecieron sin dejar rastro y la habitación quedó en absoluto silencio. Pero la luz aun no había hecho acto de presencia.

Ella abrió los ojos. La disformidad se había ido haciendo más nítida conforme expulsaba a las sombras de la habitación, hasta el punto de dejar que tras su apariencia grotesca se intuyese el rostro y la complexión de un ser humano.

Ella le reconoció enseguida. La luz volvió a la habitación en cuanto sus ojos se encontraron. Se abalanzó sobre la disformidad y la estrechó en un fuerte abrazo, mientras lloraba como hacía años que no lo había hecho. Su corazón volvía a estar completo.

La disformidad aulló de nuevo. Se desvaneció en el aire con ella aun abrazada a su cuerpo, abandonando la habitación para no volver jamás.


-_-_-_-


Este relato es una simple dedicatoria. No espero que guste, pues está dirigido a una persona en concreto.
Sombras, nos veremos en la otra orilla.

miércoles, 6 de marzo de 2013

Crudeza.

-Todavía nos queda tiempo- Le dije mirándole a los ojos – No hay nada perdido aun.

-De verdad lo crees... eres ridículo- Me respondió.

-¡¿Entonces que cojones hacemos?! - Grité con furia - ¿Nos quedamos aquí languideciendo y esperando a que un milagro nos salve? ¿O luchamos por última vez?

-Me la suda todo ya, tienes que entenderlo.

-No, no te la suda todo – corté – Es que eres un jodido cobarde. Y siempre lo has demostrado.

Se levantó de un salto y me agarró del cuello de mi maltrecha camisa.

-¿Cobarde? ¡¿Cobarde?! - Sus ojos relucían con furia y su cara era una mueca rabiosa – Te he salvado el cuello tantas veces que apenas soy capaz de recordarlo. ¿Tu me llamas cobarde? Estamos así por culpa de esa puta, de esa puta de la que tu te enamoraste y a la que no te atreviste de rajar cuando debiste hacerlo... ¡No vuelvas a llamarme cobarde!

Me solté de un manotazo y me lancé sobre él, tirándole al suelo y apoyando el cañón de mi pistola sobre su sién.

-¡No vuelvas a llamarle puta! - Grité con rabia - ¡O te reventaré la cabeza! ¡Y esta vez te juro por lo mas sagrado que lo haré!

-No te atreverás. - dijo. Se había quedado tieso al sentir el cañón apoyado en su cabeza. En su rostro no se asomaba el miedo, pero yo sabía que lo tenía. Era la primera vez que había logrado sorprenderlo – En el fondo eres un mierdas. Y has tenido los huevazos de llamarme cobarde... ¡Tú! ¡El pedazo de capullo del instituto...

-Te lo advierto...

-...que se enamoró de una put...!

Apreté el gatillo.
 

martes, 19 de febrero de 2013

Lo que se esconde tras tu best-seller.

Generalmente suelo comenzar una crítica literaria con una posición estándar: brazo derecho pegado al costado, con el puño cerrado y los nudillos blancos. El brazo izquierdo alzado con el codo flexionado en un perfecto ángulo de 90º, con la mano extendida cual portador de orbe mágico en pleno estado de excitación. La vena de mi frente, casi siempre invisible excepto para ojos expertos, se alza majestuosa y amenaza con estallar y derramar sobre mis ojos, cargados de ira, sangre marrón-grisacea con finas capas de verde botella. Mis piernas se arquean y dan la sensación de arraigarse en el suelo para dejarme haciendo la fotosíntesis.

Esta posición se conoce con el término Pojarcor, y como todo en esta vida tiene su explicación. Por supuesto, me la reservo para otro momento, ya que todos los que leeis este blog es porque me conoceis y quereis cachondearos de mi persona por emprender algo. Que cabrones sois.

El Pojarcor, aunque parezca que no, es una postura útil. Demuestra indignación, desenvoltura, agresividad y pasión, lo que demuestra que es polivalente. Vale para cualquier situación cotidiana, como pedir un aumento, sacar al perro a pasear y encontrarte con la vecina del 2º y sus hermosos atributos (las tetas, me refiero a las tetas), dar un discurso sobre la situación global de los congelados La Sirena... se puede decir que es el culmen de la estética del hombre elegante.

Pues ahora mismo me encuentro en Pojarcor puro, pues debo de ir a trabajar y no me apetece una mierda. Y también me encuentro en Pojarcor porque he visto el All-star y me ha parecido un partido flojillo . Y también me encuentro en Pojarcor porque me acabo de terminar el 6º libro de la saga "La rueda del tiempo", de Robert Jordan, y cada vez me cabrea más su forma de escribir, lo jodidamente feminazi que es el mundo que ha creado (no hay una sola tía que no tenga mala leche y que no sea la que dirija el cotarro, macho) y lo larguísimas que se me están empezando a hacer sus novelas. Aun me quedan diez, o más... a si que voy a tener que echarle huevos a la sartén y zampármelos, porque si hay algo en mí que se puede calificar de admirable es que soy capaz de leerme cualquier cosa mientras esté en mi idioma.

Entonces, poniendo de base que estoy en pleno estado de indignación, mis inquietudes se abarcan hoy por los senderos del comunmente denominado ladrillo. Esto se transcribe como libro pesado, obscenamente jodido de leer pero con la virtud y la desgracia de engancharte de principio a fin. El primer ejemplo que se me podría pasar por la cabeza es "Un mundo sin fin", de Ken Follet, autor mundialmente reconocido por sus tochos de dimensiones bíblicas capaz de hilvanar 467,5 personajes por página y quedarse tan pancho. El tío sabe que es bueno en lo suyo y en eso no le vamos a quitar la razón, porque cada página es un misterio: no sabes si te va a aburrir soberanamente o a darle un giro a la trama que te sumerge de nuevo en la lectura.

De vez en cuando asociamos un ladrillo con un libro grande, de dimensiones que lo acercan peligrosamente a un arma letal y destinada a los estantes bajos por miedo a que te caiga en la cabeza y logre lo que no ha conseguido la television durante toda la vida: dejarte gilipollas del todo. Pues eso no es correcto, amigos míos. Un tochazo puede parecer complicado, pero pongo como el mejor ejemplo la maravillosa novela de Patrick Rothfuss, "El temor de un hombre sabio" (la continuación inmediata de "El nombre del viento"), que engancha de principio a fin en sus más de 1.000 páginas de duración. Un ladrillo, en mi opinión, no depende de su duración, sino de su contenido. Fijaos si no en "La Mano de Dios", o en "El prisma negro"...

A continuación, pasaré a nombrar los ladrillos más recomendables. Espero que os sea útil esta lista, pues con ella no pretendo daros dolor de cabeza, sino ilustraros sobre novelas que, a pesar de su pesadez a la hora de leerlas, estan, parafraseando a Chespir, "de putisima madre":


- Un mundo sin fin (culebron histórico)



 - La Villa (rayada argentina)


- La chica mecánica (explícito y complicadísimo)



- Saga de Canción de hielo y fuego (NO SAGA "JUEGO DE TRONOS". "JUEGO DE TRONOS" ES EL PRIMER LIBRO Y EL NOMBRE DE LA SERIE. COÑO.)



Pues estos son los ladrillos de los que me apetecía sacar una imagen para que esto quedase más bonito. Aunque hay muchos más que me gustaría recomendaros, me los reservo para un futuro volumen II.

Venga, hasta luego. XXX